Reproducción de un artículo de Carlos Carnicero publicado en EL PERIÓDICO el 09/01/15
Adoro viajar en tren. El placer de contemplar el paisaje, leer y meditar en un recorrido apacible produce un efecto sedante y gratificante que permite reencuentros personales. Pero no hay que olvidar las diferencias entre viajar y desplazarse. España es uno de los países con más kilómetros de vías de Alta Velocidad. Un lujo que es un despilfarro, en una carrera de ciudades y Comunidades Autónomas por no ser menos que el vecino. En cambio, los trenes de corta y media distancia siguen circulando por vías obsoletas o sencillamente han sido suprimidos. El AVE es un tren para quien puede pagarlo, una vía rápida para desplazarse, pero en muchos aspectos los trenes que no son rápidos y paran en estaciones intermedias permiten viajar despacio, saboreando el recorrido. El tiempo no lo es todo.
He tenido ocasión de viajar hace muy poco desde Sevilla a Granada, por una vía que no permite velocidad pero que da ocasión a reencontrarse, aunque sea brevemente, con el placer del traqueteo del tren, de la observancia de los compañeros de viaje y del aislamiento de no tener cobertura ni de teléfono ni de Internet. Nostalgia de cuando había que buscar una cabina de teléfono o esperar a llegar a casa para conectarse con el mundo exterior. No reniego de la conectividad, pero empiezo a controlar las conexiones y a disfrutar de mis aislamientos.
Recuerdo mis antiguos viajes en tren. Un maravilloso viaje de vuelta desde Londres a San Sebastián, después de una larga estadía en la capital británica, en una de mis primeras salidas al mundo exterior. Un largo y maravilloso viaje con amigos nuevos que ahora ya son viejos. Bocadillo preparado en casa, conversaciones interminables en el cruce en la cubierta de un barco del Canal de La Mancha para recuperar el tren en territorio francés. Parada en París para trotar la ciudad sin un franco en el bolsillo. Nada que ver con el tren de Alta Velocidad actual que llega a París o Bruselas en un suspiro sin que sientas ni el cruce de fronteras ni las delicias del paisaje. Llegué a San Sebastián agotado, pero feliz.
Aquel viaje de mis 18, en los años 70, tenía un componente de conciencia de la pérdida de la libertad que había gozado en Londres. España era un universo comprimido en blanco y negro, con una niebla permanente que secuestraba la libertad. Escribí un largo poema que conservo sobre aquella iniciación, con un cuaderno apoyado entre las piernas, que me permitía escribir neutralizando losvaivenes del vagón y la melancolía que ya se me apoderaba en ese regreso. En aquellos tiempos, los bancos de madera de los vagones de tercera eran un placer imposible hoy día. Viajar de Zaragoza a Canfranc era una aventura envuelta en el humo que te llegaba de la locomotora en cada túnel. Es curioso que aquellas formas lentas de desplazarse en tren son un lujo de nuestro tiempo. Ofertas para viajar de Moscú a Pekín durante más de una semana, escrutando la estepa rusa, son la demostración de que aquella nostalgia tiene vida propia. Hay ofertas de trenes sofisticados en muchos lugares del mundo, demostrando que la nostalgia del tren sigue vigente, pero a precios muy elevados.
Cada día me pesan más los aeropuertos. La mayoría se han convertido en centros comerciales que humillan al viajero sin recursos, obligándole a recorrer los mostradores con ofertas obscenas e inalcanzables, en una promoción del consumo presente como prioridad sobre las verdaderas necesidades del viajero. Subes al avión y te pierdes el recorrido. Llegada a otro aeropuerto para seguir en otro escenario de las mismas marcas que tienes en tu ciudad.
Reconozco que para los viajes en tren necesitas tiempo. Y necesitas calma. Espero un golpe de fortuna para poder hacer un largo recorrido, sin metas y sin etapas establecidas, ligero de equipaje, con un bloc de notas y libros. Todavía no he elegido el punto de partida, pero prometo que desde donde empiece no emplearé más que el tren para volver a casa.
Crónicas de otros mundos
09 / 01 / 2015 Carlos Carnicero
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